Un mercader florentino propuso a un artesano que hiciera una réplica de una antigua escultura, obra de un renombrado artista. El artesano aceptó el encargo, ya que necesitaba el dinero. El mercader entregó la reproducción a su cliente, que pagó el precio concertado. Pero cuando el comprador pudo contemplar la escultura con calma, a solas, se quedó sobrecogido. Inmediatamente se puso en contacto con el mercader: quería conocer personalmente al artista desconocido.
El mercader se rio: el escultor que buscaba no era un artista, sino un simple y pobre artesano.
El comprador insistió y logró concertar una entrevista con el artista. Nada más verlo, le confesó que admiraba su enorme talento. Las copias se habían acabado. A partir de entonces, comenzaba una nueva etapa: trabajaría para él como artista, creando sus propias obras en el Vaticano.
Aquel artista era Miguel Ángel. Su talento y su originalidad eran tan desbordante que era incapaz de copiar, de hecho jamás copió, porque él siempre fue un paso por delante.